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Tres en el camino

 

Pistas para trabajar juntos en el servicio a las personas migrantes

Por Hna. Constanza Di Primio

 

Dos discípulos huyen abatidos, después de ver cómo Jesús fue asesinado. Su maestro, su amigo, su roca… está muerto. Así, sin más, los invade el silencio y también una oleada de preguntas que no pueden responder. Por eso, sólo caminan, mecánicamente y sin respuestas. Se alejan. 

Así comienza esta fuerte escena que nos propone el Evangelio. El relato inicia con una profunda soledad de dos hombres que, en medio de su angustia, intentan escapar de tanta desesperanza. Sin embargo, aunque el dolor no los deja ver, Él también está allí en el camino. Jesús jamás los abandona en su tristeza. Con profundo respeto, los acompaña en la ruta y los escucha en su angustia. A ellos, y a tantos hombres y mujeres de la historia. 

 

Un llamado claro a acompañar

Los discípulos de Emaús (Lc. 24, 13-35) también hoy están entre nosotros. Son, en nuestro siglo, la viva imagen de los migrantes, que sufren el flagelo de perder su tierra, sus amigos y sus sueños. Por eso, cuando escuchamos este relato, descubrimos el llamado que, a través de la Palabra, empieza a resonar en nuestros corazones. Es simple y definitivo: nosotros somos invitados por Jesús, a acompañar también a los dos peregrinos, que cargan abatidos los retazos de su historia, tal como Él los acompañó en el camino de Emaús. 

¡La convocatoria es clara! Cristo Resucitado nos muestra cómo iluminar las esperanzas de tantos peregrinos que están en el sendero. Es a ese llamado de Jesús al que responden muchas organizaciones, que experimentan su invitación a abrazar historias frágiles y agotadas. Elegimos hoy acompañar vidas de personas concretas, atravesadas por un presente especial y doloroso, heridas por el desconcierto, y por la misma angustia que viven los discípulos de Emaús, forzados a huir y a arriesgarlo todo para sobrevivir. 

Los migrantes, la mayoría de las veces, se ponen en marcha sumergidos en un total desconsuelo. Pero no son sólo ellos. ¿Acaso no conocemos nosotros alguna historia de vida que transita “como los de Emaús”, en soledad y desesperanza? En el camino del servicio, nuestro corazón abriga rostros e historias de migrantes o refugiados que, por una situación de violencia, guerra, hambruna o caos social, se han puesto en camino, forzados a desplazarse. Como los discípulos del relato, muchos experimentan una crisis más grande que dejar lo propio, que “abandonar Jerusalén”; enfrentan, además, una profunda crisis de sentido. Marchan doloridos, pero aún erguidos. Cansados, pero aún en pie.

 

Mucho más que salir al encuentro

Es en ese momento justo, cuando Jesús sale al encuentro de los discípulos de Emaús. Ahí está la primera clave del texto para nuestras organizaciones. Porque nos muestra desde dónde podemos conocernos y reconocernos. Nos señala exactamente la misión que llevamos adelante: para acompañar, Jesús nos exige siempre salir al encuentro, de ellos y entre nosotros. 

Salimos al camino, no por una tragedia como la de cada migrante, sino por una elección de amor. Esa elección nos compromete y nos anima a preguntarles: ¿de qué vienen conversando por el camino? La pregunta no surge de la curiosidad, está enlazada con la fe, porque imita a Jesús, que entra en un diálogo de vida y favorece en ellos un proceso de reconciliación, los ayuda a transitar su nueva realidad.

He aquí otra clave del texto. Formular esa pregunta y hospedar el dolor que abriga su respuesta es intentar ayudarles a reescribir su historia desde ese acontecimiento pascual, desde ese instante de mayor entrega, que fue “dejarlo todo”. Por esta razón, no salimos al encuentro de cualquier manera: lo hacemos para hospedar y ser hospedados, para acompañar esa historia de vida que se va reescribiendo en esperanza, mientras se desplaza.

Salir al encuentro significa, siempre, ir mucho más allá de la gestión de un documento, de un kit de ayuda humanitaria, o de la confección de un currículum. Ese tránsito pascual, esa ruta de incertidumbre, nos permite ir descubriéndonos y descubriendo con ellos al Resucitado, en la paz de los pequeños logros: un lugar para vivir, el primer empleo, una curación.

Nos permite caminar en la alegría, por empezar a celebrar de nuevo la vida, aún en la distancia. Nos permite la fortaleza, para seguir afrontando adversidades que se presentan en el país que los recibe. En cada paso juntos, vamos construyendo con ellos una identidad. Como en el relato de Emaús, ya no son dos los que caminan, somos tres, somos comunidad.

Esa nueva realidad nos trae la tercera clave del relato: nos sentamos a la mesa con ellos, con ellas; trabajamos juntos para generar esos espacios y caminos seguros, que favorezcan la integración. En la misma mesa planificamos acciones de incidencia que lleven a compartir “ese pan de dignidad” que todos traen en sus valijas: la convalidación de un título, su formación profesional, el reconocimiento de sus capacidades, la riqueza cultural, los sueños profundos del corazón. Ese pan partido de la interculturalidad promueve la integración, y facilita el acceso a los derechos que les fueron robados en su tierra y en el camino; ese pan alimenta al que llega y nutre también al que recibe.

El relato aquí nos vuelve a iluminar. Transforma la escena inicial de angustia, con la que empezamos esta reflexión, en una cálida sensación de hogar: Jesús no ofrece solamente la luz a los discípulos de Emaús, con el objetivo de hacer una relectura creyente de lo vivido, sino que se sienta con ellos y parte el pan. 

A través de ese gesto simple y cotidiano, resucita con ellos el sueño de ser parte de una comunidad siempre más grande; en nuestro caso, siempre más grande que nuestras iglesias. Descansamos en esa mesa compartida, vivida desde una narrativa resucitada de la historia, que da la fuerza para regresar a la comunidad. Pero esta vez, vuelven integrados, pueden empezar a acompañar a otros, porque ahora, también ellos son testigos del Resucitado.

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